viernes, 14 de septiembre de 2012

Entre un sórdido silencio

Domingo, 29 de abril



               Pingyao amanece dormida en el tiempo. La pobreza de sus calles y la grandeza de sus bien conservados edificios dan cuenta de un pasado glorioso, cuando esta ciudad era el centro económico de China. Aquí surgió el primer banco en el siglo XVIII. Durante las dinastías Ming y Qing sus arcas abastecieron las necesidades del emperador. Por eso, el destino de esta ciudad estuvo estrechamente unido al imperio. Cuando la decadencia invadió la Ciudad Prohibida, y ésta dejó de pagar sus créditos, comenzó el declive de la ciudad. La desaparición del emperador se llevó consigo la prosperidad de un pueblo que vivió durante siglos a su sombra. Shangai y Hong Kong tomaron el relevo financiero y la Ciudad Tortuga quedó hundida en el olvido. Sin embargo, y aunque suene paradójico, su decadencia fue también su salvación. Pingyao dejó de crecer, y logró algo que muy pocas ciudades chinas tienen hoy en día: un casco histórico impecable. Cuando la China de los últimos años del siglo XX destruía sus centros históricos en su afán ambicioso de convertirse en potencia mundial, Pingyao continuaba envuelta en su languidez. Por este motivo, hoy es una de las cuatro ciudades históricas más importantes y mejor conservadas de toda China.









               Si Pingyao duerme, la señora Ma Yuan lleva horas despierta para ofrecer lo mejor a sus clientes. El desayuno que nos sirve es el mismo que tomaba su madre y su abuela en tiempos de prosperidad, y lo acompañan de un mismo ritual. En primer lugar, aparece una sopa de arroz bien caliente. A continuación, los huevos duros; seguidamente, un plato con patatas cortadas en tira, zanahoria y pimientos verdes cocidos, y otro, con soja, maíz, y tofu. Varios bollitos de pan, similares a nuestro pan de leche, y té. El contraste con nuestros desayunos no puede ser mayor. El amanecer en Pingyao es fresco, menos de veinte grados, aunque el termómetro superará al mediodía los treinta. El clima extremo de Shanxi es similar al de Pekín, pero en esta ciudad, la diferencia de temperatura es mucho más acusada que en la capital china. Por eso, la sopa y el té caliente se hacen necesarios.






 
               Vivir en una ciudad como Pingyao es estar dentro de una tortuga, o al menos así te lo explican cuando preguntas la razón de su sobrenombre “Ciudad Tortuga”. Por un lado, su disposición urbanística, cuatro vías principales, ocho secundarias y setenta y dos callejuelas guardan semejanza con los ocho diagramas que conforman el caparazón de la tortuga mitológica china. Más importante es la forma que la ciudad adquirió con la muralla. Las puertas sur y norte simulan la cabeza y la cola respectivamente, y las dos puertas del este y del oeste son sus cuatro patas. Además, la tortuga representa la eternidad, y esta ciudad se siente muy orgullosa de sus dos mil quinientos años de historia. Anteriormente a las dinastías Qin (221 – 206 a. de C.) y Han (206 a.C. – 220 d. C.) era conocida como la Antigua Tao. Cuando el primer emperador de la dinastía Qin (Qin Shihuan) unificó todo el país cambiando el sistema de propiedades por el sistema de condados, la Antigua Tao pasó a ser llamada Ping Tao. Pero su evolución lingüística no terminaría ahí. Solo fue necesario que uno de los emperadores temporales de la dinastía Wei del Norte (386 - 535 d.C.) fuese llamado Tuoba Tao (424 - 452) para que el resto de sus súbditos no pudiesen pronunciar el vocablo tao. Según las leyes antiguas, los nombres de los altos mandatarios, del emperador, cabezas de familia o ancianos de clan no podían pronunciarse por ninguno de sus subordinados. Y así fue como Ping Tao pasó a ser la actual Pingyao.








Su simbolismo histórico alcanza también la disposición de sus murallas. Tres mil almenas, en honor de los tres mil seguidores de Confucio, y setenta y dos secciones de muralla, porque setenta y dos era el número de hombres sabios. Sus orígenes datan de la dinastía Zhou del Oeste (1045 – 256 a. C.) cuando el general Jiefu Yin fue enviado a combatir contra el invasor a la Antigua Tao y construyó una muralla defensiva. Habrían de pasar muchos siglos, a partir del año 1370, con la dinastía Ming (1368 – 1644 d. C.), hasta que la muralla fuese reconstruida y ampliada con el fin de que las tropas tuviesen mayor espacio para circular por ella. Durante la dinastía Qing (1644 – 1911) fue reparada varias veces conservando su estructura fundamental, hasta llegar a la actualidad.







Para hacerme una idea de la extensión de la ciudad subo a sus murallas. Son lo suficientemente anchas para que la caballería pueda circular por ellas. Desde su altura se observa la ciudad gris de Pingyao con sus cubiertas tobogánicas y sus terrados con barandilla en una superficie de 2,5 kilómetros cuadrados. Sobre la puerta norte o Gongji se alza un edificio de cuatro plantas a modo de templo. Desde sus almenas puede verse el cauce seco del río Fei, y el ejército de moto - taxis que esperan nuevos turistas. No son los únicos. Dentro de la muralla, y en el centro mismo de la calle Norte, un camello ricamente ataviado también aguarda. Mientras los vehículos le esquivan, él sigue imperturbablemente en una postura que parece indicarnos que está por encima del bien y del mal. Los humanos debemos parecerle bastante extraños. En vez de recorrer Pingyao sobre sus lomos, me decido alquilar una bicicleta y comenzar a descubrir los muchos edificios que me indica el plano.





Pero primero, las calles, con sus adoquines desgastados nos hablan de un tiempo donde carruajes y carretas entraban y salían de la ciudad repletos de monedas. Se cuenta que el tráfico en aquel entonces era un continuo fluir que impedía el descanso. La ruidosa ciudad de Pingyao debía parecerse a la Roma imperial. De todo ello, solo quedan edificios históricos, hoteles rehabilitados, comerciantes que venden recuerdos y antigüedades mientras duermen la siesta en la calle. Apenas hay bullicio, solo un acusador y sórdido silencio.




jueves, 13 de septiembre de 2012

La linterna roja

Sábado, 28 de abril




                A unos treinta kilómetros de la ciudad de Pingyao se encuentra uno de los monumentos más visitados de toda China. Hay un rumor entre este pueblo que aclama: “quien quiera ver realeza que acuda a La Ciudad Prohibida, quien quiera ver construcciones civiles que acuda al Gran Patio de Qiao”. La mansión Qiao fue construida en el siglo XVIII por Qiao Guifa, un rico mercader de té y tofu. Entrar dentro de sus muros, con sus diez metros de altura, no sólo da sensación de fortaleza sino también de laberinto.




               Son nueve mil metros cuadrados de extensión, con un jardín privado, y su conjunto residencial de cuatro mil metros. Trescientas trece habitaciones, seis patios principales, diecinueve patios más pequeños entre calles y callejones que llegan a producir una sensación de opresión. Deambular entre sus muros es adentrarse en un mundo monótono de grises, desde el ladrillo en sus diferentes variedades, hasta el pavimento de piedra y loza decorando la parte inferior. La severidad de las paredes se ven atenuadas por las formas de la cubierta: líneas rectas o formas ovaladas que me recuerdan al genio de Gaudí, aunque mucho más sobrias. El conjunto forma un equilibrio de cariz herreriano amenizado por los faroles que penden de los aleros y el verde de las plantas ornamentales.




               Llegar hasta la mansión Qiao no fue fácil. Si no tienes mucho tiempo libre, lo mejor es acudir en taxi; esperar el autobús supone disponer de tiempo, y se corre el peligro de no llegar al sitio indicado, especialmente si no hablas chino. Aún tomando la opción más segura, reservar un taxi en tu hotel y fijar previamente el precio, puede conllevar una aventura. En el lugar en el que me alojo todo es familiar. El estudiante que atiende a los extranjeros es el sobrino de la propietaria, una señora de mediana edad que sirve las comidas tanto a su anciana madre como a los clientes que se hospedan. Su familia me sonríe, y se muestra agradecida de que esté allí. Me preguntan que de dónde soy, cuál es mi profesión, e intentamos comunicarnos aunque mi chino sea nulo y ellos no hablen otro idioma. Para lo más complicado siempre queda llamar a su sobrino. Esta imagen sencilla me recuerda a las casas rurales españolas, y salvo por la diferencia lingüística o el estilo de edificios y muebles, podría estar perfectamente en mi país. El recepcionista me indica el precio que me costaría llegar a la casa de la familia Qiao. Me doy cuenta de que es menos de lo hablado con otros conductores extramuros. Cuando a primera hora de la mañana aparece el taxista me entero de que es también un primo de la dueña, y su coche en buen estado e impoluto, no es un taxi. En esta provincia tan pobre todos intentan ganarse la vida como pueden, y en este caso, esta familia está dispuesta a prestar un servicio sin abusar del extranjero. La cortesía y amabilidad de los propietarios del hotel se extiende también hacia este conductor que se equivoca de dirección, que pide disculpas y que finalmente me lleva al lugar indicado con media hora de retraso y sin exigirme más dinero. Por el camino, aún con la dificultad de entendernos, me va informando de su familia, y de su vida. Hoy dice estar contento porque tiene un trabajo extra. Se llama Cao Jiping.





               El pueblo de la mansión Qiao gira en torno al turismo nacional. Una explanada donde se aglomeran los autobuses informa de la cantidad ingente de personas que visitan el lugar. Es como estar en un destino de peregrinación cristiana pero sin santuario. Por lo demás, el escenario es parecido. Tenderetes con recuerdos de todo tipo, dulces de miel y cereales, comidas tradicionales o golosinas se aglutinan en puestos continuos mientras los vendedores tratan de llamar tu atención. Cuando ven que te acercas gritan en inglés los precios y la mercancía que ofrecen.



               El éxito de esta mansión se produjo en los últimos años gracias al cine. La linterna roja, un largometraje de Zhang Yimou con reconocimiento internacional, rodó aquí varias de sus escenas en 1991. Basada en la novela de Sun Tong (1963) Esposas y concubinas narra una historia dramática situada en la China de los años 20. La acción comienza a partir de la llegada a la casa de la cuarta dama. El dueño, un hombre rico, vive conforme a las tradiciones de sus antepasados, encendiendo cada noche una lámpara roja en el pabellón de la esposa elegida; la joven recién llegada debe acostumbrarse a su nueva vida, lo que incluye convivir con el resto de las cónyuges, en un mundo de tribulaciones, envidias y luchas por despertar la preferencia del “amo”. No tardará mucho en darse cuenta del escaso papel que la mujer juega llegando a preguntarse:


«En realidad, ¿Qué somos las que vivimos aquí?


Somos menos que nada.


Somos como los perros…


… o como los gatos…


… o como las ratas.


Desde luego, no somos personas».




Sin embargo, el hecho definitivo que convirtió la residencia Qiao en un lugar de culto, incluso diría que de devoción, fue la serie Qiao Jia Da Yuan, emitida en el canal chino CCTV en el 2006. El éxito fue tan exorbitante que la mansión Qiao fue revestida con fotogramas de la misma; los paneles indicativos hacen mención a los eventos más significativos del melodrama.







Sin haber visto ninguno de los cuarenta y cinco capítulos que la conforman, el visitante puede hacerse una idea de lo que en ella se cuenta. Es la vida mitificada de uno de los personajes más emblemáticos de la familia Qiao (Qiao Zhiyong) en un periodo que abarca desde finales de la dinastía Qing hasta 1930. Hay objetos, como el palanquín de bodas, que se utilizaron en la serie, y que el visitante puede contemplar in situ.




Entrar dentro de esta mansión es una vuelta al pasado reciente de China. Muebles de época, un hermoso teatro donde se representaba ópera, utensilios para pesar el té, vestidos de rica seda, y todo tipo de adminículos que recrean un pasado cotidiano congelado de forma impoluta para el turista. Los patios y las estancias se suceden hasta llegar al jardín, con un hermoso estanque, una fuente que corre a través de una rocalla, y los sempiternos peces naranjas.











              El Gran Patio de Qiao es uno de los mejores ejemplos de arquitectura civil del norte de China. Pero actualmente, es mucho más que eso. Es el lugar donde las adolescentes van a fotografiarse ante las sonrisas cómplices de sus padres; y es la recreación de un tiempo legendario del que sólo quedan los sueños. Remozada de pasado la sonrisa exultante de Cao Jiping me conduce al siglo XXI. Atrás queda el silencio del tiempo pretérito, ante mí, el bullicio vívido de la realidad.

martes, 11 de septiembre de 2012

Por las tierras de Shanxi

Viernes, 27 de abril




               El vuelo desde Pekín a Taiyuan, capital de la provincia de Shanxi, es breve, poco más de una hora. Apenas me queda tiempo para asimilar toda la información que voy leyendo sobre ella, y especialmente, sobre mi punto de destino, la ciudad de Pingyao. La rapidez de los aviones, el lujo de los aeropuertos chinos hacen que me sienta como un mero turista, distante de ser un viajero que viaja, próximo al pasajero que simplemente “llega”.




              Marco Polo sí que viajó a Taiyuan, no desde Pekín, sino desde la hermosa ciudad de Suzhou, la Venecia china. El escritor italiano nos cuenta en su obra Libro de las maravillas del mundo que le llevó doce jornadas y que Shanxi destacaba en aquel entonces por su comercio y artesanía, el único de Catay donde se producía vino. El reino de Shanxi no sólo exportaba el licor de Baco, sino que además pertrechaba al ejército del Gran Khan. Era también un gran productor de seda, gracias a la abundancia de sus moreras y gusanos. La realidad, en cambio, es hoy bien distinta. La provincia de Shanxi es actualmente una de las más pobres de China, aunque su limpio aeropuerto semeje más los escaparates de lujo de Wanfujing que las míseras tiendas de los hutongs. Pero si para penetrar la realidad es necesario mirar siempre la trastienda, en este caso, basta simplemente salir de las puertas de su impoluto aeropuerto para que la autenticidad te golpee en la cara. No camino ni tres pasos cuando un ejército de taxistas sin licencia me abordan. Es lo que tiene ser occidental en un país asiático, no pasas desapercibido. Comienzan a preguntar mi lugar de destino y cuando se enteran de que es Pingyao, los precios se hacen astronómicos, casi una cuarta parte de mi sueldo. Me tratan como un simple turista.




               Entonces les miro, me río y entre chino e inglés, les explico que vivo en Pekín, que soy profesora, no una rica empresaria, no un incauto recién llegado, y que no me tomen el pelo. Algunos, al pronunciar las mágicas palabras de "wo shi laoshi" (soy profesora), se apartan intentando encontrar un cliente más acaudalado. Otros inciden, y bajan el precio, pero aún así sigue siendo elevado. Me ven como un extranjero, y sus matemáticas son claras: occidental, dinero contante. Veo en la distancia una fila de taxis oficiales, e intento caminar hacia ellos. Pero los taxistas ilegales no desisten tan rápidamente de su presa, y comienzan a ofrecerme buenos precios. Cuando me doy cuenta uno de ellos ha cogido mi maleta y me lleva hacia su coche. El resto me siguen, aturullándome con sus cifras y su escaso inglés, vociferando cada uno más alto, como si gritar fuese una garantía para conseguir al cliente. Cuando el conductor que lleva mi maleta la introduce en el maletero, vuelve a darme un precio superior, e intenta sacar el máximo provecho. Me niego y comienzo a regatear. Llama por teléfono a quien supuestamente habla mejor inglés, y me explican que Pingyao está muy lejos, y que no pueden negociar más. Al final, cojo mi maleta, les digo a todos “goodbye” y me voy a la fila de los taxistas oficiales, donde aunque tenga que hacer cola, los precios son los que estipula el gobierno, y en este caso, mucho más bajos que los no oficiales. Mientras me alejo escucho sus enfados, sus improperios en chino, y algo referente al hecho de ser mujer que prefiero ignorar. En este momento soy consciente de la gran distancia que media entre Pekín o Shangai con el resto de las provincias chinas, e incluso el abismo que distingue las clases sociales en una nación tan jerarquizada. La evolución de China se deja ver en la actitud de sus ciudadanos. Los pequineses de los barrios ricos o universitarios no manifiestan curiosidad si eres extranjero, haciéndote olvidar incluso que estás en Asia. En los barrios más pobres, en cambio, la gente te mira con insistencia, como preguntándose qué hace un occidental (sinónimo de dinero) en un lugar así. En Shanxi, al igual que en otras provincias chinas menos desarrolladas o con menos turistas europeos, los ojos se detienen a contemplar tus rasgos, tus gestos, las palabras que emites mientras eres consciente de que te están observando con absoluta indiscreción pero sin atisbo de violencia. Es un interés casi pueril.



    
           La virulencia del regateo me hace pensar en la necesidad de esta gente. Realmente Shanxi debe de ser muy pobre. Los aproximadamente ochenta kilómetros que distan entre Taiyuan y Pingyao lo confirman. Los pueblos apenas tienen aceras, y la carretera se distingue por el pavimento: asfalto frente a tierra. Las casas son de adobe y ladrillo, mal encaladas, de planta baja en su mayoría. El polvo es tan espeso que apenas deja ver a cien metros de distancia. La condensación medioambiental se percibe también en el cielo: una cortina gris y un sol tullido, exánime, tamizado entre la niebla. Podría retrotraerme en el tiempo, a los pueblos castellanos de hace treinta años, con sus casas de adobe, y sus calles de légamo. Pero el aire limpio y la luz de Castilla me recuerdan el paraíso, las antípodas de lo que ahora contemplan mis ojos. El tráfico es además muy denso. Priman los trailers, las camionetas, todos de color rojizo, y los automóviles de gama baja. Lejos quedan los coches lujosos de Pekín. Tampoco hay línea divisoria, por lo que nuestro taxi avanza ora en su carril, ora en un tercero improvisado, entre el vehículo en sentido contrario que se aparta y el de su derecha al que viene adelantando. Carreteras que aumentan o disminuyen sus vías dependiendo de la prisa y la audacia del conductor.




              



                 A la llegada a Pingyao el taxista se detiene a las puertas de la muralla. Me explica que los coches no circulan en la ciudad antigua, y que debemos tomar una especie de calesa motorizada, carrito de campo de golf o moto - taxi, los únicos vehículos permitidos. De nuevo hay que negociar el precio, y de nuevo, intentan cobrar una cantidad superior. Al final, con mala cara, el calesinero acepta llevarme al hotel, una antigua construcción típica intramuros. Resueltos los problemas de intendencia, puedo contemplar la muralla de esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad desde 1997. Más esbelta que la de Ávila, menos bella que su homóloga española, su última  reconstrucción importante tuvo lugar en 1370. Con una altura de diez metros, y una longitud superior a los seis kilómetros, la muralla abraza el actual casco antiguo de Pingyao, la verdadera ciudad que vio su esplendor durante las dinastías Ming y Qing. Hoy, sin embargo, vive principalmente del turismo, entre la melancolía de la magnificencia perdida y el bullicio del superviviente.



              

              Si hasta ahora mi encuentro con Shanxi fue similar a la actitud del hombre que se sabe interesante porque lo es, y muestra una falsa indiferencia hacia la mujer que le atrae, la dificultad primera se deshizo al llegar a Pingyao. El calesero se confundió voluntaria o involuntariamente en el hotel de destino. Por el contrario, tuve la suerte de entrar en uno de los hoteles tradicionales de esta ciudad, con un patio lleno de plantas y pájaros, de dos alturas, similar a los corrales de comedia de nuestro Siglo de Oro. Su propietario se dio cuenta del error y amablemente llamó a una moto - taxi, acercándome a la dirección indicada. Una amabilidad que volvería a repetirse en mi hotel, también de cariz familiar, más pequeño que el anterior, pero con idéntico encanto. Un patio interior adornado con árboles y plantas de diferentes tipos, desde la sófora al laurel o el boj, mesas y sillas a modo de comedor, farolillos rojos iluminando la noche, y puertas con un número diferente cerradas con candado. Típico patio de vecinos de la China imperial.





También las habitaciones son tradicionales. El propietario me explica que en cada habitación vivía una familia. Consta de una ancha y larga cama sobre la que se extiende una mesa de mínima altura. Las familias comían y dormían todas hacinadas sobre ella que rodeada de cojines, hacía las funciones de lecho, silla y sofá. El aseo, de escaso tamaño, pero con las necesidades mínimas cubiertas tiene ducha, aunque no plato ni mucho menos bañera. La decoración también es antigua. Realmente el ambiente te hace imaginar la vida de sus ciudadanos hace no demasiados años. Cheng Gold Family House no es lujoso pero guarda el sabor de una China que ha dejado de existir, o que yo creía a punto de perecer. Pero una vez más la realidad me despierta.







               Apenas salgo a la calle y descubro una ciudad que en nada se parece a Pekín, Chengdú o Shangai. Niños correteando entre la escasa luz, familias conversando tranquilamente, amigos tomándose una cerveza… hacen de esta ciudad un lugar vívido y alegre. Es tarde pero los pingyaoneses aún están cenando. La vida transcurre en las aceras. Los bares sacan sus mesas y sillas al exterior, los comercios exponen sus mercancías sobre el suelo mientras las motos y los carritos – taxis deambulan incesantemente por el adoquín. Las tiendas de ultramarinos con un jergón al fondo, la carne sobre unas simples tablas al alcance de todos, incluidos moscas y mosquitos, las frutas hacinadas en cajas sobre la piedra, y la variedad de huevos (gallina, pato, codorniz…) expuestos al calor y al frío de la noche, me transmiten una China muy distinta a la que acostumbro en la BFSU. Todos los comercios tienen al final una especie de cama, y todos cierran tardísimo, casi a las doce de la noche. Estos comerciantes viven por y para su negocio, se levantan a primera hora de la mañana, continúan su ritmo hasta la medianoche y tras largas horas de trabajo tampoco se van a sus casas; su hogar es el propio establecimiento. Allí duermen, desayunan, comen y cenan mientras atienden al cliente que llega.






Cuando me adentro en las calles más comerciales, en la calle Este y Oeste, descubro que Pingyao es un lugar lleno de turistas asiáticos, y falto de occidentales. Son más de las once de la noche, y la calle está llena de tránsito. Unos compran en las tiendas, otros disfrutan la música de las teterías mientras el tiempo transcurre en un ambiente distendido que se aproxima al verano español en cualquier pueblecito de la costa mediterránea.



       
             El día ha sido largo. Al llegar a mi habitación, me encuentro con el plumífero extendido sobre la cama, bordado en seda verde; como almohada dos de los muchos cojines que la rodean. Su ancho y largo es tan extenso que puedes acomodarte en cualquier punto cardinal sin temor a que tus pies sobresalgan del lecho. Refugiada entre la seda y el calor de las plumas siento que esta noche el paraíso está un poco más cerca.