Sábado, 14 de abril
Pekín es una ciudad en la que
confluyen todo el estrés del mundo capitalista y toda la armonía del taoísmo.
Para encontrar un poco de calma y poder compensar la esquizofrenia colectiva
basta ir a uno de sus muchos lagos y parques. Ningún lago en Pekín es natural,
pero los emperadores se encargaron de crear canales y estanques lo
suficientemente caudalosos como para poder navegar en ellos. Esta vez el
objetivo se encuentra en el parque Bei Hai. Fue jardín imperial durante más de
mil años y desde 1925 es parque público.
Al fondo puede contemplarse el
parque Jing Shan construido durante la dinastía Yuan (1279 – 1368). La colina,
que es la única que se percibe desde Bei Hai se creó con la tierra del foso
excavado alrededor del palacio del emperador ming Yongle. Este gobernador
destaca, entre otros logros, por trasladar la capital de Nankín a Pekín en
1403. El parque estuvo comunicado con la Ciudad Prohibida durante siglos y su
finalidad era protegerla de los malos espíritus procedentes del norte, que
traen, según la mentalidad del Feng shui,
la muerte y la destrucción.
El parque Bei Hai gira en torno al
lago, y tiene una superficie de 69 hectáreas , 39 de las cuales están cubiertas
de agua. Su creación data del año 938, durante la dinastía Liao. A medida que
se fueron sucediendo los monarcas, el parque fue enriqueciéndose con
pabellones, templos, y muros de dragones. Lo más destacable a primera vista es
la Dagoda Blanca que ondea sobre la isla de Jade. Esta isla también fue erigida
con el excedente de tierra extraída al hacer el lago. La Dagoda Blanca es una estupa edificada en 1651 cuando el
quinto Dalai Lama vino a Pekín.
Sin embargo, este locus amoenus
podría convertirse en uno de tantos lugares placenteros si sus ciudadanos no lo
hiciesen especial. Decenas de chinos se concentran por sus calles para hacer
tai – chi, caminar con paso apresurado, o contemplar cómo la brisa mece los
largos cabellos del sauce. A medida que me voy adentrando en sus secretos oigo con más claridad una música
seguidamente de voces humanas que emiten sonidos ininteligibles. Mi sorpresa no
tiene parangón cuando veo a un grupo de señoras reunidas en torno a un
micrófono con sus altavoces correspondientes chillando a grito pelado algo que
se asemeja a música. ¿Vergüenza de hacer el ridículo? Ninguna, felicidad plena
de estar haciendo lo que les apetece. Al fin y al cabo es una diversión inocua
para el resto de los ciudadanos salvo para nuestros selectos oídos. Todo es
cuestión de armonía espiritual aunque a veces dicha armonía llegue a hacer
callar hasta a los pobres pájaros que parecen haber huido ahuyentados por la
música atonal.
Yo hago también lo propio, y me voy alejando del ruido mientras me adentro en
un mundo de templos, pabellones y árboles en flor.