domingo, 29 de abril de 2012

Bajo la nieve

Sábado, 24 de marzo


            El clima de Pekín es tan extremo como imprevisible. Mientras los pekineses te comentan que este año el frío dura más de lo habitual, en la universidad los radiadores ya no queman. Me explican que a partir del día 15 cortan la calefacción en toda la ciudad  porque se entiende que ya estamos en primavera. Esta ley hiela mi sangre.  Para mí está frío, y las casas, sin unas horas de calor, se quedan gélidas. A medida que voy asimilando la mala noticia comienzo a imaginarme sentada horas sobre la mesa, trabajando con el abrigo, la bufanda y los guantes al mismo tiempo que haces avanzar las letras y  pies y  piernas se quedan sin circulación. Afortunadamente un hecho inesperado hizo que la norma este año se atenuase y que la calefacción fuese prorrogada por unos cuantos días más. Los suficientes para que la primavera irrumpa en Pekín y arrastre el viento septentrional mongol.
         Esta noche decidimos salir por la zona de Hou Hai donde me informan de que hay bares con música en directo. Vamos a uno de los locales y nos entretenemos escuchando las notas que salen de las guitarras acompañadas del sabor absorto de unos mojitos.  Llaman especialmente mi atención los gatos que duermen ajenos al ruido sobre los sofás. Si alguno de ellos se despierta, mira a su alrededor, elige dueño, salta de un sofá a otro y se va al encuentro de quien más le ha gustado con el deseo de echarse sobre sus rodillas y ser acariciado.



            Ellos sí que representan la verdadera armonía china. Al salir, nos encontramos con una grata sorpresa. Está nevando, y lo hace tan intensamente que todas las calles están ya cubiertas.


            El paisaje de Hou Hai se ha transformado totalmente. Intentamos no resbalar a través de la nieve y cuando dejamos la zona peatonal nos damos cuenta de que apenas existe tráfico. ¿Podremos encontrar un taxi que nos lleve a la universidad? Después de unos minutos de silencio absoluto, tenemos suerte y aparece un coche amarillo con luz blanca y azul. En el camino de vuelta no dejo de preguntarme si tendré o no calefacción en el apartamento. Cuando entro, corro hacia los radiadores y siento su calor. Al menos, esta noche, dormiré plácidamente.





jueves, 26 de abril de 2012

Cuestión de fe

Domingo, 18 de marzo

            Aunque San Francisco Javier muriese antes de llegar a Pekín la escultura de bronce que decora la plaza de la Catedral del Sur no deja lugar a dudas de la importancia que tuvo su misión por tierras asiáticas. En diez años, el Santo hizo varios viajes con sede permanente en Goa. Desde la India a Malasia (1545 – 1548),  desde la India nuevamente a Japón (1549 – 1552), y finalmente desde Goa a la isla de Shangchuan donde fallecería mientras le facilitaban la entrada a la China continental.
Sus cartas son todo un legado antropológico sobre los pueblos que iba descubriendo.



Muy cerca de la escultura del santo español, en lo que fue la antigua misión jesuítica,  se alza la figura de Mateo Ricci, considerado el Fundador del intercambio cultural entre el Este y el Oeste.
Cuando Ricci llegó a Pekín en 1601 se presentó ante el emperador Wanli con todos los adelantos científicos europeos, desde relojes, instrumentos matemáticos, geográficos (mapamundi), o astrológicos. Ricci se ganó el favor del Emperador quien le permitió fundar la primera iglesia católica de la capital.
La Catedral del Sur o Iglesia de Santa María sufrió varios ataques a lo largo de la historia, y eso aún hoy puede percibirse. Que nadie espere encontrar un edificio con todo el fausto propio de las iglesias barrocas latinas. Del movimiento artístico  conserva su fachada, pero el interior está completamente remodelado. En 1775 fue destruida a causa de un incendio y los bóxers, en 1900, la redujeron nuevamente a escombros. Fue levantada en 1904, lo que explica que de su origen sólo conserve su estructura y que el interior sea un auténtico pastiche. Sin embargo, es todavía una iglesia viva. A lo largo del día se ofician misas en chino, inglés, italiano y español, y las pantallas laterales van traduciendo simultáneamente en varios idiomas.



Mientras el sacerdote imparte la misa observo la pequeña comunidad católica pekinesa, mitad occidental, mitad oriental que sigue atentamente la ceremonia. Al darme la paz me sonríen y hacen que me sienta en casa. Hay una felicidad tranquila en el ambiente. Durante la celebración el pensamiento de Ricci y Francisco Javier vuelven una y otra vez a mi memoria. Abandonaron su país, se fueron a tierras lejanas, se esforzaron en aprender las lenguas de los nativos, escribieron epístolas, libros que acercaron a Europa a culturas desconocidas mientras entregaban su vida a una única causa: salvar las almas de la condena del infierno. Francisco Javier criticó duramente a los sacerdotes que se quedaban en Europa, en las cómodas cátedras de La Sorbona mientras «muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no  haber personas que se ocupen en la evangelización (…); ¡cuánta almas dejan de ir a la gloria!». Para los que estamos fuera de España empresas como las de Mateo Ricci o Francisco Javier no dejan de admirarnos, máxime en países donde comer ya constituye por sí toda una aventura. Podremos comprenderlas o no, estar con ellas en acuerdo o desacuerdo, pero de lo que no cabe duda es de que fueron valientes, y obstinados, o simplemente una cuestión de fe.




lunes, 23 de abril de 2012

Triste realidad

Sábado, 17 de marzo


            El paseo por la zona de Sanlintum tiene un sabor europeo. Sus avenidas llenas de embajadas y las lujosas tiendas contrastan con los callejones oscuros de las puertas de atrás. Entro en un centro comercial desde donde puedo observar calles impolutas, edificios acristalados de grandes rótulos («Emporio Armani», «Mont Blanc »…) mientras me adentro en un largo pasillo con techos de madera de primera calidad. Si la zona frontal me hace perder el sentido de la ubicación, no saber si estoy en Madrid, o París, la zona trasera del edificio me devuelve a la realidad: estoy en Pekín.



            Entre los muchos establecimientos hay uno que llama especialmente mi atención: jamón de Jabugo, vinos de Rioja… y un cartel en inglés y en chino donde se explica que tienen los mejores productos de España. El precio… cuatro veces más que en nuestro país. Frente a la tienda Taste Spain un anciano vende globos, ajeno completamente a la ostentación que le rodea. De nuevo, la idiosincrasia de un pueblo donde el lujo y la miseria conviven mirándose sin tocarse, capta nuestra atención. ¿Es ésta una forma de entender la armonía china?


             Primero, porque tienes que llevar escrito con caracteres chinos la dirección a la que vas. Segundo, porque muy probablemente el taxista no conozca la calle, así es que o bien te dice que no te lleva, o bien se pierde tres o cuatro veces, se baja del taxi, pregunta a sus conciudadanos, y así hasta que llegas al lugar.  Afortunadamente, moverse por Pekín en taxi aún no es  caro. Dejo atrás la Europa pekinesa de Sanlitum y me dirijo al Instituto Cervantes. Los grandes edificios de formas oblicuas dan la espalda a las casas bajas mientras el taxista intenta averiguar dónde está exactamente el lugar que pide su cliente. Esto tampoco es una novedad para mí. Los taxistas no hablan ninguna lengua occidental, y mi chino es aún demasiado limitado como para dar explicaciones. Coger un taxi en Pekín es también toda una aventura.



            El Instituto Cervantes  es un sólido edificio de seis plantas. Como me habían invitado a visitar el centro pregunto por mi contacto pero  ya se había ido. En su lugar, me atiende una de sus compañeras, Ainhoa Han, quien se muestra encantada de enseñarme el Centro y de practicar su español. Lo que más me fascina es la biblioteca, llena de estudiantes chinos, y sobre todo, su buen fondo bibliográfico, y su surtida filmoteca. Es como estar en casa.
            Ainhoa me presenta a varios profesores españoles y al personal de la biblioteca. Todos llevan unos cuantos meses en esta ciudad y, por el momento,  están contentos de vivir en Pekín. Lamentablemente, cuando les pregunto si quieren volver a España, como si se tratase de una música aprendida, el estribillo siempre es el mismo: ¿A España, a qué? ¿A estar en el paro? Yo les observo en silencio, mientras pienso que todos ellos han estudiado, que todos ellos tienen un buen currículum y efectivamente, ¿a España?, ¿a qué?, ¿a ser uno más en la enorme lista del paro?





viernes, 20 de abril de 2012

A por el oro olímpico

Miércoles, 21 de marzo


            Mis alumnos me proporcionan un conocimiento de China mucho más profundo que mis observaciones sobre las calles de Pekín. Todos parecen regirse por un código de valores consuetudinario, más eficaz que si estuviese impreso en la ley.  La belleza es un valor en alza para estos jóvenes menores de veinticinco años, pero no el único; además de los ojos grandes y la tez blanca, se fijan en los idiomas que habla una persona, en si sabe tocar un instrumento musical, en si es deportista o no, y en las notas. Todos son competitivos. Este hecho es razonable si pensamos que estos chicos fueron seleccionados desde las provincias más recónditas de China hasta el mismo Pekín para hacer un examen de acceso. La selección comenzó ya por su expediente. Notas bajas significaba no tener derecho ni a la solicitud de entrada.  Por eso, cuando en una de mis excursiones fui a conocer el Instituto Cervantes, la joven periodista en prácticas que me atendió, me confesó que su sueño había sido estudiar en la Universidad de Estudios Extranjeros de Pekín pero que le fue imposible entrar porque sólo elegían a las mentes más lúcidas del país.  Como contrapartida, estos jóvenes tienen una gran presión sobre sus hombros. La mayoría de ellos son hijos únicos, y la sociedad les impone terminar la carrera, conseguir un trabajo, si es de funcionario mucho mejor, y casarse. De esta forma, el día que les toque atender a sus padres, porque aquí no hay seguridad social y rige la piedad filial,  podrán hacerlo. 




            Entre los alumnos más libres o con menos peso de la sociedad china está  李嘉 Li Jiawei (Enrique), un joven de 22 años que  vive a caballo entre Shangai y Nueva York. Quique, además de estudiar al mismo tiempo dos licenciaturas,  ha formado parte del equipo de natación de la universidad durante los últimos cuatro años. Me comenta que la piscina de la universidad es de 50 metros de largo, que es la mejor de Pekín,  y que está limpia. El único problema que tiene es la gran cantidad de gente que va y que te impide nadar cómodamente. Me explica que si saco un carnet especial  tendría acceso a la zona de entrenamiento del equipo y así podría  hacer algo de ejercicio ya que en la zona no restringida es imposible. Me comenta que la prueba es muy sencilla, y que consiste en nadar un poco. A mi me parece una magnífica idea el poder practicar algo de deporte y descansar los hombros y la espalda, porque ya sabemos la consecuencia de las muchas horas de silla y ordenador .


Quedamos a las cuatro de la tarde y me acompaña. Le explica mi caso al socorrista encargado de estos temas, y me dicen que comience a nadar. Así es que allí me puse a hacer un largo pensando que sería suficiente. Como me imaginaba que cincuenta metros ya estarían bien, decido nadar a crol para ir un poco más rápido. Cuando llego al final veo al monitor que me indica en su claro chino, que no entiendo salvo por los gestos, que de la vuelta y haga otro largo. Esta vez prefiero hacerlo a braza porque ya me voy cansando. Lo mejor es que cuando llego al final de los cien metros, vuelvo a ver los ojos negros del socorrista indicándome que otra vuelta más. Y  Li Jiawei saltando entusiasmado y diciéndome: ¡ánimo, profe, que ya queda poco! Bueno, no sé ni cómo llegué al final, porque a los 150 metros me faltaba la respiración y en el cuarto largo sólo oía a Quique diciéndome ¡ánimo, profe, que ya queda poco! Fuese por orgullo, fuese porque uno comienza a nadar, coge el ritmo y no para, finalmente terminé los doscientos metros y me dieron el carnet. Pero lo mejor aún  estaba por empezar. Li Jiawei, tan encantador, se pone en mi misma calle y me dice: y ahora, a entrenar, piensa que lo mínimo para comenzar a estar en forma es nadar veinte largos, es decir, dos mil metros 





martes, 17 de abril de 2012

En busca del río Yangtse


Miércoles, 14 de marzo


            Al igual que una música te atrapa y te sumerge en un mundo paralelo donde sólo parece existir esa melodía, así a veces la pintura logra transportarme. El día que asistimos al Palacio del Pueblo hubo un cuadro que llamó especialmente mi atención. Te envolvía de tal forma en un paraje idílico de bosques y montañas heladas que semejaba la misma conjunción de la vida humana, desde nuestro nacimiento hasta la senectud, y aún más allá, hasta la propia muerte. Para nuestro ojo occidental es impensable unir dos parajes separados por miles de kilómetros como son las cálidas y húmedas montañas del sur de China con las gélidas cumbres del Norte. Pero el pintor oriental es especialista en crear espacios propios, una mezcla de surrealismo, simbolismo y romanticismo. El resultado no puede ser mejor.



            Durante una semana, este paraje de blancos, grises, ocres y verdes me perseguía de tal forma, que intenté descubrir quién lo  había creado y qué significaban los caracteres escritos en su parte superior. La respuesta me llegó gracias a una interesante conversación con la profesora Xu Lei. Lo mejor que a uno le puede pasar en un país extranjero es rodearse de buenos amigos y si éstos, además,  conocen la cultura de su propia ciudad, entonces uno puede sentirse afortunado. Las letras pertenecen a un poema de Mao y significan: «¡Qué hermosos los ríos y montañas de nuestro país !».



El cuadro fue realizado por dos maestros de la pintura contemporánea china, Fu Baoshi y Guan Shanyue. Para pintarlo se necesitó un equipo de colaboradores que creaban desde los pinceles hasta la propia tinta. Los obreros molían diariamente barras sólidas hasta licuarlas mientras fabricaban pinceles del tamaño de una escoba. Se necesitaron treinta hojas de papel de gran calidad (papel “xuan”) para cubrir los 50 metros cuadrados de su superficie. Cuando la obra estuvo terminada, el presidente Mao fue a verlo y Fu Baoshi le explicó:


«De cerca se ven las montañas verdes y las aguas azules que representan el sur del país, mientras de lejos se ven los hielos y nieves, como símbolo del norte de China. Al medio pasan las dos grandes arterias acuáticas del país, el río Yangtsé y el río Amarillo, que conectan las dos partes del cuadro, significando la unidad y la prosperidad de China».

Cuentan que a Mao le gustó la explicación y decidió escribir sus versos sobre la propia pintura. El cuadro está valorado en 2.000.000 de yuanes, unos 250.000 euros.



            Aunque la explicación de Fu Baoshi es de agradecer,  yo sigo ensimismada en el cuadro buscando las arterias acuáticas de la próspera china. ¿Alguien puede verlas?




sábado, 14 de abril de 2012

En la librería Zhengyang


Domingo, 11 de marzo


            Nada me complace más cuando estoy en una ciudad nueva, que coger mi guía,  examinar el plano y comenzar a caminar buscando el lugar elegido mientras me pierdo constantemente entre sus calles y la mirada curiosa de sus habitantes. El objetivo es llegar a Qian Men. Sin embargo, cuando la vida de la ciudad te atrapa tan intensamente como lo hace Pekín, el peligro está en no llegar nunca al lugar deseado. Y eso es lo que me ocurre mientras contemplo la antigua muralla que separaba la Ciudad Prohibida de la Ciudad China, o la parada del autobús, llena de gente que lee, habla o fuma con una calma alejada del Pekín estresante que anhela ser la primera potencia mundial.



            Me adentro por los hutongs del distrito de Dashilar mientras contemplo la auténtica China, esa que no aparece precisamente en todas las guías, y donde sus habitantes semejan vivir hoy igual que hace cientos de años. Si llevasen coleta y trajes orientales  podría estar aún hoy en el Pekín imperial. Sus calles grises y estrechas, los callejones abiertos, sus restaurantes sin las condiciones higiénicas mínimas y sus Salones de Te tan alejados del esplendor de los Salones turísticos hacen que me sienta una intrusa en casa ajena, como si estuviese explorando la trastienda prohibida de un comercio.



A pesar de ser la única occidental nadie me mira, y no me siento intimidada. Éste es uno de los rasgos que más me gusta del pueblo chino, la tranquilidad que irradian sus gentes. Te pierdes por las calles de Pekín y puedes ver multitudes caminando, algunos estresados, otros con más calma, pero sin atisbo de violencia. El lema vive y deja vivir bien podría definir este pueblo, al menos en apariencia. La protección es absoluta, incluso aquí, en este lugar donde no aparece ninguna cámara de seguridad, ni tampoco ningún guardia de barrio. O simplemente no interesa esta gente, o no se les considera peligrosos. Cuando llego a Langfang Ertiao descubro una tienda de antigüedades y algo mejor, una librería con un encanto especial. Dudo si entrar o no, pues me imagino que todos los libros estarán en chino, pero al final, me vence la curiosidad. Sus anaqueles repletos, un ligero desorden, y el polvo de quien lleva en silencio cientos de años me incitan a abrir la puerta. Mi olfato, esta vez, no me engaña. Acabo de adentrarme  en el corazón del auténtico Pekín.



            Cui Yong es el propietario de la librería. Estudió Economía y su camino brillante como financiero comenzó a tambalearse cuando en el 2007 vio cómo el barrio en el que había nacido, Ganjing Hutong, era derribado sin ningún miramiento. Este hecho hizo que comenzase a interesarse por la historia de Pekín, y que poco a poco, fuese reuniendo información sobre el pasado de su ciudad: libros, mapas, cartas, incluso fotografías y cuadros  conforman una librería con sabor antiguo en la que se pueden encontrar no sólo manuscritos del siglo XVII sino también relojes antiguos y hasta una lápida de piedra. Los eruditos pequineses confían en Cui Yong y él cuida a sus clientes. Me enseña libros escritos por amigos suyos, algunos con un reconocido prestigio y otros, esperando la luz en las estanterías.



 Aunque la comunicación no es fácil, pues él apenas habla inglés, nada de español, y yo, tres palabras en chino, logro enterarme de la historia de su familia. Seis generaciones de pekineses que vivían en este lado de la ciudad, y que en aquel entonces, a principios de siglo, eran propietarios de gran parte de Langfang.  Lo que hoy es librería fue el hogar de sus antepasados. Cui Yong se siente orgulloso y me enseña la foto de sus tatarabuelos, bisabuelos y abuelos. Vestidos con ropa oriental, largas trenzas en las espaldas, y peinados increíbles en las mujeres, la foto parece haber sido sacada de un fotograma de El último emperador de Bertolucci.  Mi nuevo amigo lamenta cómo con el comunismo perdieron todas sus posesiones y tuvieron que trasladarse a otra parte de la ciudad. Por eso, Cui Yong, sólo tiene un objetivo: que la historia del antiguo Pekín no desaparezca, aunque del pasado sólo queden las páginas.



El mundo de Cui Yong parece detener el tiempo. A la salida de su librería me doy cuenta de que comienza a anochecer y que hoy, ya no veré las torres  de Zhengyiang Men y Jian Lou. Al igual que muchos de los libros de Zhengyang, la visita que había planificado tendrá que esperar.



martes, 10 de abril de 2012

Atención al cliente


Sábado, 10 de marzo



     Pekín es una ciudad a caballo entre la gran metrópoli globalizada y la antigua capital del Emperador. No es extraño encontrar un antiguo salón de té pegado a un McDonald’s. La fortuna me lleva justo delante de Lao She’s Tea House. Es éste un salón de té con una historia literaria y artística a sus espaldas. En primer lugar, su nombre se debe a la obra de teatro que escribió Lao She, titulada El salón de té. No puedo evitar al leer su nombre, el recordar la barbarie y vejación a la que fue sometido por los guardias rojos en plena Revolución Cultural. Su muerte sigue siendo aún hoy un misterio. En su interior, el busto de Lao She acompañado del rostro del  pintor  Qi Baishi son más tentadores que el hombre a la puerta vestido con túnica azul que no cesa de invitarte a entrar, mientras sonríe y te dice algo ininteligible .



Miro el reloj y me doy cuenta de que no es la mejor hora para tomar el té, ni tampoco para comer en un restaurante chino. A pesar de llevar unos cuantos días viviendo en esta ciudad, aún no puedo seguir los horarios de las comidas, es decir, las doce del mediodía y las seis de la tarde para la cena. Decido no arriesgarme y entrar en el lugar que siempre sabes que  estará abierto encuentres donde te encuentres, sea Pekín, Roma, Nueva York o Bombay: un McDonald’s. Aunque el marketing sea normalmente el mismo, tal vez  el McDonald’s  chino me muestre alguna peculiaridad que lo haga diferente a los miles repartidos por todo el mundo. Abres la puerta y entras lleno de confianza porque, al fin y al cabo,  estés en Londres, París o Madrid, sabes que el menú va a ser el habitual, y que será fácil identificar el McTurkey, McPoulet o McPollo pese a la diferencia fonética. Pero la gran sorpresa está a punto de aparecer.

Una de las características de los camareros chinos es su falta de paciencia, y aquí no iba a ser una excepción. La camarera, con su gorrita y camisa identificativos de la empresa, me pregunta detrás de la barra que qué deseo. En ese momento, miro hacia arriba para indicarle el consabido menú y me doy cuenta de que todo está escrito en chino .



     Intento indicarle con el dedo lo que yo creo que es un McPollo, pero no me entiende. Necesitaría una barrita un poco más larga que mi dedo para llegar al menú que yo deseo y que la camarera pueda comprender. Después de unos segundos de señales inútiles, me mira con cara de lástima, sigue articulando, gesticula y cuando ya la cola se extiende detrás de mí, decide sacarme la carta en inglés y me insinúa que me de prisa, que no tiene  mucho tiempo. Yo sonrío mientras contemplo su gorrita y pienso que los cursos de atención al cliente que suele dispensar la compañía americana aún no debieron de ser traducidos al chino.